Una vez leí en un libro sobre educación permanente –no recuerdo ahora el título- la siguiente historia que cuento con la poca fidelidad de que es capaz mi memoria:
Un hombre que vivía en los Estados Unidos quiso pasar su tiempo libre dedicado a la pesca. Compró una buena lancha, un remolque para ella y como su coche era pequeño y viejo para tirar de las dos cosas, también compró un nuevo coche. Por supuesto compró los mejores aparejos, cebos y todo lo necesario.
Una vez lo tuvo todo se dirigió hacia los Grandes Lagos, recorriendo más de doscientos kilómetros. Cuando llegó preparó todo y se adentró en el agua con su flamante lancha y mucho orgullo, en la orilla quedaba un pobre viejo con un mísero sedal y una caña tan vieja como él. Nuestro hombre apenas reparó en él, pero si vio como su cesta estaba llena de peces y pensó: si este viejo pescó todo eso, qué no pescaré yo con todos mis aparejos.
Pasaron horas y nuestro pescador, aburrido, volvió hacia la orilla sin haber pescado nada. El viejo lo miró y dijo para sí: ¡Qué no habría pescado yo con todos esos aparejos!
Pienso que se entiende bien: El aparataje con que, a veces nos rodeamos en nuestro quehacer diario como profesores, realmente ¿sabemos para qué lo queremos, o nos estará pasando lo que al pescador?
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