En el Volumen 51 Núm. 2 de la Revista de Neurología leemos un artículo titulado Deficiencia, discapacidad, neurología y arte que firman Roberto Cano de la Cuerda y Susana Collado-Vázquez. En él se concluye que durante siglos, los deformes, los físicamente incapacitados y los deficientes mentales fueron personas cruelmente discriminadas. No sólo padecieron su deformidad, sino que, además, se les consideró indignos, se les maltrató y recluyó. En el caso de permitirles convivir en sociedad, fueron injustamente tratados y obligados a ser bufones y seres ridículos, en definitiva seres privados de sus más elementales necesidades.
El tratamiento de un fenómeno tan complejo como la discapacidad ha evolucionado a lo largo del tiempo, también en el arte. Cuentan los autores que Sorolla tituló, inicialmente, un cuadro Los hijos del placer, pero más tarde, influido por Blasco Ibáñez, lo denominó Triste herencia. Según los firmantes del artículo ninguno de los dos títulos tienen una justificación médica. Casi con toda seguridad las afecciones que presentan los protagonistas de la composición son de tipo neurológico, como la parálisis cerebral, la distrofia muscular de Duchenne o la poliomielitis. Sin embargo, la discapacidad de los hijos era atribuida –sobre todo por la Iglesia- a la vida disipada o pecaminosa de los progenitores y, por eso, la desaprobación de Dios se manifestaba como castigo divino en forma de seres tullidos.
En la actualidad, afortunadamente, no se cree que eso suceda como un castigo divino, pero queda mucho camino por recorrer para que las personas discapacitadas tengan todos los derechos y disfruten de un entorno acogedor y verdaderamente inclusivo en todos los sentidos.
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